Un día cualquiera, el maestro de tango baila para sus alumnos que, parados en círculo, lo observan deslumbrados por su destreza.
Uno de ellos le pide: “¿lo podría repetir, por favor?” “No sabría hacerlo”, responde él, “cuando improviso no me queda en la memoria el resultado”. “Sin embargo”, dice cómo sorprendido, “conservo una calidad particular de memoria que no tiene forma de ideas ni de imágenes sino que pasa a ser parte de mí”. Se dirige a mí, una más entre sus discípulos, y me pregunta: “¿vos que sabés de la mente, me podrías explicar cómo se puede llamar a esa la memoria que queda de todas las experiencias en que uno fue capaz de improvisar?”.
“Sí maestro, se llama confianza”, le contesto. “Ahora entiendo”, nos dice: “eso es lo que me permite volver a bailar cada vez con la convicción de que voy a saber qué hacer aunque no lo haya preparado.”
Y me quedo pensando. Sólo a través de la experiencia repetida de la improvisación se logra construir la confianza en la propia aptitud creadora. Pero lo interesante, y paradójico, es que recién cuando tenemos confianza en nosotros mismos nos animamos a crear.
Trabajar esa paradoja es lo que intentan hacer los talleres de creatividad, los espacios de juego y experimentación, en mi caso los workshops de co creación y trabajo en red. Generar experiencias sin riesgo ni juicio de valor para entrenar la improvisación.
Sabemos que la creatividad es la conservación durante toda la vida de algo que pertenece a la experiencia infantil: la ilusión mágica de crear al mundo. Y que esto es lo que produce la sensación de que la propia vida tiene sentido. Y que por lo tanto, tiene sentido seguir creando.
“Los pasos de tango son como las letras del abecedario con los que cada bailarín escribe su propio poema”, insiste el maestro ante los alumnos que quieren aprender secuencias de memoria, copiar figuras, imitar estilos.
Ojo! necesitamos aprender el abecedario, la base de conocimientos compartidos, como trama para poder crear. Pero cuando aprender implica solamente incorporar nuevos contenidos, ante cada desafío, el único recurso será el repaso memorioso de los contenidos que se conocen de antemano.
En ese caso se intenta aprender de memoria el “manual de instrucciones”. Ese método resulta siempre insuficiente e insatisfactorio y, en ese caso, la persona intenta desesperadamente adquirir mayor variedad de respuestas predeterminadas. Construye así un extenso muestrario de actitudes y pensamientos, y, si tiene un archivo lo suficientemente amplio y además tiene buena memoria, podrá aparentar ser una persona creativa.
Sin embargo, a medida que sólo se acumulan conocimientos, la mayor resistencia a la improvisación la ofrece lo ya sabido. A su vez la coherencia e integración de sí mismo dificultan el cambio y el surgimiento de lo inédito.
Pero tenemos aquí una segunda paradoja, y es que sólo a través del cambio se puede seguir siendo fiel a sí mismo, es decir único. Para seguir siendo único es necesario no dejar de cambiar.
Y ese cambio constante es el modo de ejercer la creatividad sobre nosotros mismos. Crear es trasgresión e irreverencia, libertad. Significa que no hay sometimiento ni reacción, sino una vivencia activa de participación en las cosas de un modo original y personal. Junto con un intento de aceptar la realidad externa sin someterse del todo a ella.
Sin embargo, con frecuencia, el miedo a crear, la inhibición de ser original, suelen ser proyectados en los otros como miedo al prejuicio o la incomprensión de los que nos rodean. En realidad se trata del temor al autodescubrimiento y la aceptación de la propia originalidad, ya que sabemos que no hay verdadero aprendizaje si no es enhebrado por el propio insight.
A algunos la resistencia a aceptarse con su verdadera personalidad
los hace funcionar de un modo reactivo: se hacen los interesantes y hablan en difícil de un modo que no puede ser fácilmente interpretado por los otros. Esto termina justificando el encierro y el sentimiento de ser incomprendidos.
Pero improvisar no es la fascinación con la propia mente y el aislamiento autosuficiente. Por el contrario, es la capacidad de entrar en resonancia con los otros y la realidad; no es una reacción sino un encuentro en el espacio transicional entre la persona y el mundo.
Improvisar no es tampoco una ingenua celebración de lo espontáneo en detrimento de lo serio y riguroso. Para poder improvisar es necesario aprender y formarse exhaustivamente en la disciplina que se quiere ejercer.
Pero aquí surge la tercera paradoja: aceptar que, por más extensos y profundos que sean los contenidos que se aprendan, todo lo nuevo va a surgir únicamente en los intersticios de lo ya sabido, en los espacios que han quedado vacíos de certezas. Cuando la trama mental y emocional está cerrada, desaparece ese espacio potencial que permite el surgimiento de lo inédito.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Y aquí viene la cuarta paradoja: también se precisa un modo particular de entrenamiento para ser capaz de improvisar.
Cuando alguien decide realizar una actividad en la que no es experto, tiene dos alternativas: o leer un libro que le indicará paso a paso como hacerlo, y eso significa una forma de sometimiento, o intentar hacerlo a su manera, y eso implica un riesgo, pero posibilita un desafío y una aventura de la que se desconoce el resultado final.
Exponerse a la experiencia de aprender algo nuevo, someterse al azar, desviarse del terreno conocido, brindan al sí mismo una nueva oportunidad de crecimiento. La exploración de nuevas actividades en la que no se tienen conocimientos ni preconceptos permite vivir experiencias que ponen en juego nuevas aptitudes, facilitando la conexión entre lo intelectual, la destreza física y lo emocional.
Cuando alguien comienza a probar esa experiencia sin «recetas» se sorprenderá a sí mismo con la emergencia de ocurrencias sobre otros temas: un modo original de encarar su trabajo, una propuesta ingeniosa para resolver un viejo problema, un deseo largamente postergado, la salida de una «tormenta» afectiva.
Recrearse y crear, tener la libertad de improvisar son la base de reinventarnos y la posibilidad de reinventar el mundo en el que vivimos. Y hoy más que nunca ese desafío nos reclama y convoca.