Después de años de racionalidad dura en los que la felicidad se dejaba para los niños o los poetas, hoy es estudiada por la psicología cognitiva, las neurociencias y hasta la economía. Y ya no nos sorprende escuchar que las empresas están proponiendo crear un Departamento de la Felicidad.

Por ahí andan circulando también algunos gurúes motivacionales que enseñan estrategias para ser felices. Ni hablar de los delirantes o mercenarios que nos venden recetas para la felicidad, envasada en diferentes formatos.

Algunos ingenuos declaman que ser feliz es simplemente una cuestión de actitud. Sin registrar la crueldad que eso implica para los que sufren un duelo, están pasando por una depresión, se encuentran limitados por su salud o simplemente no tienen condiciones mínimas de bienestar material. ¡Y ahora resulta que tienen que sentirse culpables o inútiles por no saber cómo ser felices! Es cierto que la felicidad es subjetiva, sin embargo, existen ciertas condiciones objetivas en las que es más fácilmente alcanzable.

Sin duda, hay variables que confluyen o divergen en el sentimiento de felicidad. El contexto, la familia, los vínculos, la salud. Las experiencias positivas y sanadoras, y las experiencias traumáticas. Los encuentros maravillosos o nefastos…

Pero intentemos entender por dónde comienza la capacidad, la posibilidad o el destino que nos inclina a ser más felices.

En la primera infancia lo más parecido a la felicidad es el bienestar generado por la contención emocional y la satisfacción de las necesidades de alimento, calor y amor que brindan los padres. Nada que decidir acerca de la propia felicidad ya que la dependencia es absoluta.

Al crecer y comenzar a dominar pequeñas partes de su mundo, el chico se siente feliz cuando descubre sus habilidades: manejar la cuchara, ponerse de pie, caminar. Vemos en su mirada, en su risa, que su felicidad pasa por ser más independiente. Y ésta crece cuando esos logros son compartidos y celebrados por los que lo rodean. Así se desarrolla la capacidad de jugar, estado mental, corporal y emocional que nos seguirá brindando alegrías toda la vida.

De adultos, ese estado aparecerá en el humor, el arte, el trabajo productivo y los buenos vínculos.

Entonces, nos damos cuenta que la experiencia personal de felicidad tiene estrecha relación con la vivencia de sentirse libre. Y si bien poder desplazarse, cambiar y elegir dónde estar son reflejos de la libertad concreta, el sentimiento de libertad es consecuencia de la salud emocional. Nuestras obsesiones y miedos nos hacen sentirnos prisioneros, ya que nos impiden elegir libremente nuestro camino. Cuando, a pesar de tener recursos, nos encontramos entrampados en nuestra locura, la felicidad se nos escapa.

Hoy las neurociencias nos hablan de las hormonas de la felicidad, las endorfinas, que se generan a partir de los vínculos afectivos, la respuesta empática del otro, la música, el baile, los deportes y el erotismo. Pero, ¿se puede ser feliz sin los otros? Puede ser, aunque por breves períodos. En algún momento esa felicidad necesita ser contagiada, compartida, reflejada en los demás. Ahí es cuando descubrimos que dar nos hace tanto o más felices que recibir.

Claro que con frecuencia somos generosos sólo porque eso nos hace sentir mejores personas. También porque nos da poder. “Tengo, por eso puedo dar”. O, en el peor de los casos: “Doy para no sentir culpa por lo que tengo”.

Y aquí la pregunta: ¿Es posible hacer felices a otros? Si la felicidad está ligada a la libertad, el modo de dar condescendiente con el que tiene menos, aun siendo generoso, no crea personas felices sino dependientes y sumisas. Pasivos y con miedo de perder lo que reciben.

Sin duda un regalo, una ayuda económica inesperada, pueden generar momentos de alegría, pero eso no es felicidad.

Somos felices cuando conseguimos por nosotros mismos aquello que deseamos. Y nos sentimos felices porque alguien nos ve, nos descubre, nos valora. Elegir y que nos elijan, lograr estar donde queremos y con quienes queremos. Y somos afortunados cuando encontramos apoyo para lograrlo.

Dar felicidad es dar libertad. La libertad de sentirse fuerte para poder desear, soñar y elegir. Y esto sólo podemos activarlo brindando oportunidades para el otro y reconociendo su talento y sus logros.