Mi profesora de canto decía: “Para cantar, de nada sirve saber hacer si no se sabe dejar de hacer”. Porque para que la voz fluyera, había que dejar de hacer algunas cosas. No tensionarse, no esforzarse por cantar fuerte. La laringe es un tubo con músculos circulares y, al tensionarse, la luz del tubo se estrecha. O sea que cuanto menos esfuerzo hacemos más se relaja y expande la garganta, y más potente y clara sale la voz.
En la carrera de medicina nos enseñaban: “primum non nocere”, “lo primero es no causar daño”, frase que se atribuye a Hipócrates, padre de la medicina, que vivió cuatro siglos antes de Cristo. Es decir que lo primero de una intervención, un tratamiento, un medicamento, antes de pensar en curar, era no causar daño al paciente. O como decía mi abuelita: “a veces es peor el remedio que la enfermedad”. En medicina se llama iatrogenia el daño que se le causa al paciente involuntariamente.
Y lo mismo que sucede en la medicina ha sido estudiado en la economía, cuando el exceso de intervención del estado causa más daño que beneficios. O en las empresas, cuando un jefe, un líder, intenta ayudar a su gente a ser más eficiente y no les da la oportunidad de encontrar sus propios modos de resolver un desafío.
Hasta nos pasa con los hijos a los que tratamos de ayudar a resolver desde sus tareas de la escuela, hasta sus crisis amorosas de la adolescencia. O cuando damos consejos a otros desde nuestra propia experiencia o prejuicios, sin conocer bien su contexto o sus necesidades, poniendo en riesgo su trabajo, su pareja o su salud. Algunos aconsejadores compulsivos sólo nos marean y confunden con sus categóricas opiniones.
El tema es que estamos acostumbrados a intentar controlar, ordenar, domesticar, la incertidumbre. Para eso tratamos de intervenir en lo que sucede a nuestro alrededor. Y con la mejor intención. Pero a veces no se trata de actuar, sino de dejar de hacer algunas cosas que pueden tener efectos negativos. Quizá sea más lúcido dar la oportunidad a que ciertas situaciones se acomoden con su propia dinámica.
Lo que pasa es que, entusiasmados con la idea del progreso de la humanidad, tenemos la fantasía de que todo mejorará con la intervención humana. Y es cierto que en muchos casos ha sido así, pero con frecuencia dañamos algo que se estaba adaptando a su ritmo y posibilidades. Por eso es importante medir y evaluar las intervenciones. Porque pueden distorsionar, acelerar o retrasar procesos complejos que se resolverían naturalmente.
El economista y escritor Nassim Taleb nos habla del intervencionismo ingenuo. Intervenir sin prestar atención a los daños colaterales. Y eso significa preferir o sentirse obligados a hacer algo antes que a no hacer nada. Y dice que aunque este es un instinto que puede resultar beneficioso en las urgencias de un hospital, resulta perjudicial en aquellos en los que hacen falta la reflexión y el análisis de un experto.
El cuerpo y lo psicológico suelen ser áreas de alta y riesgosa intervención. Y sin duda la educación es uno de los campos altamente intervencionista, dejando poco espacio para explorar y procesar el conocimiento. Sin embargo, en todas las profesiones es necesario intervenir sólo cuando es necesario y asumir el riesgo de hacerlo. Y a veces resistirse al impulso de intervenir, a pesar de que siempre es más valorado contar lo que uno hizo, antes que contar lo que uno dejó de hacer. La acción es más visible que la abstención.
Pero además, en nuestro trato con otras personas, dejar de hacer no es sólo de criterio y prudencia, sino también de respeto y confianza para acompañar la elaboración de los conflictos y decisiones que llevan a la autocuración.
Y, aunque nos cueste aceptarlo, también confiar en que el azar, las oportunidades y otras intervenciones menos sesgadas e ingenuas que las nuestras puedan facilitar mejores resultados.