Nos abrieron la jaula y, hambrientos, nos queremos comer el mundo. Un mundo que además resultó ser bastante indigerible. Sin pausas para procesar, queremos todo y más. La mesa dulce, la picada, la botella, la vidriera, son excesivas y tentadoras. Pero, ¿Tengo que comerme todo? Atrapados por la voracidad queremos más y no sabemos dónde está el límite.
Leí una vez una nota, no puedo confirmar la fuente, pero me encantó y me hizo pensar. Trata de una tribu de indígenas del Amazonas que se alimentan de pequeños monos, los que abundan en esa región. La estrategia para atraparlos es un señuelo muy original. En una vasija de barro de boca angosta colocan una banana entera y la cuelgan de un árbol. El monito curioso descubre el alimento y mete la pata intentando agarrarlo.
Por supuesto, cuando intenta sacar la mano aferrada a la banana, le resulta imposible. Lo sorprendente es que no se le ocurre soltar la banana y liberarse, ya que no quiere abandonar su presa. Varias horas después, junto a la vasija, agotado y ya sin fuerza para huir, es atrapado por los cazadores. Quizá sea un mito, pero en todo caso es una metáfora interesante de cuánto nos cuesta a veces soltar algo que nos tienta, para salvar la vida.
Y hablando de animalitos se dice que el pavo (si pensara como un humano) se siente privilegiado por recibir tanto alimento y no tiene el registro de que pronto estará en el plato navideño. Si seguimos con la fauna también se dice “el pez por la boca muere”, que en el caso del pez se refiere a tragarse el anzuelo, ilusionado con la carnada que lo recubre. Pero en nosotros los humanos ese dicho se refiere a la verborragia, hablar demasiado, contar cosas que deberían callarse, exponer su privacidad o molestar con su exceso de palabras. Siempre creyendo que si cuento más cosas voy a despertar más interés.
También la voracidad se expresa en atiborrarse de comida, consumir sin control, comprar compulsivamente. Y a veces hasta la adicción a las redes sociales o la actividad física excesiva. Se trata de un impulso inmanejable e insaciable que nos lleva a una permanente insatisfacción, ya que nada es suficiente. A veces termina siendo un engaño, cuando nos hace creer que nos estamos superando porque el ideal es siempre ir por más. Sin embargo termina causando estragos en nuestra vida y en la de los que nos rodean. Sin hablar de esas personas tan voraces de poder, de dinero, de influencia sobre los otros, que terminan siendo depredadores.
A veces nos quejamos de que alguien, nuestro jefe, un miembro de nuestra familia, nos explota, exigiendo más de lo que podemos abarcar, exprimiendo nuestra capacidad, tiempo y recursos. Pero en este caso se trata de una autoexplotación que tiene mucho de ego y de ingenuidad. Si hago más voy a llegar más lejos, más rápido o voy a lograr todo lo que quiero. En ese intento buscamos acaparar lo que encontramos o lo que buscamos, a veces sin estar seguros de que lo necesitamos o de que nos va a hacer bien.
Sabemos lo que es dañino y nos hace mal, pero cuando abusamos de lo bueno perdemos los límites, nos exponemos al exceso, y, lo que es más grave, dejamos de disfrutar nuestra vida.
Por eso en el trabajo, en los pequeños y grandes placeres, en el modo en que disfrutamos de nuestros vínculos y de todas las cosas que nos gustan e interesan, necesitamos sostener y también soltar, y dejar espacio para seguir teniendo ganas y entusiasmo. Cuando abrimos la mano no sólo ganamos libertad sino que estamos disponibles para seguir recibiendo.