Me contaron esta historia. Un padre llevaba a su hijo todos los años en tren a pasar unos días con sus abuelos. Pero un año el chico se sintió más grande y decidió que ya podía animarse a hacer el viaje solo. El padre dudó, todavía era bastante chico, pero decidió que valía la pena que probara su autonomía. Al llevarlo a la estación le dijo: te doy este papelito doblado que tiene algo que te va a acompañar en el viaje por si tenés miedo. El chico lo puso en su bolsillo y lo tocaba de a ratos como si fuera un amuleto. Poco a poco empezó a sentirse inquieto, desamparado y un poquito asustado. En ese momento decidió abrir el papelito y se encontró con una nota que decía: estoy en el último vagón.
Esta historia me llevó a pensar en cuál es la distancia necesaria para acompañar el crecimiento sin abandonar pero a la vez sin invadir al otro. Ese padre dejó un espacio disponible para la experiencia del hijo, a la vez que se quedó lo suficientemente cerca para socorrerlo si era necesario. No era el “sos demasiado chico”. Tampoco era “si querés hacerlo arreglátelas solo”.
Y esta necesidad de espacio suficiente para experimentar y crecer no sólo es necesaria con los hijos sino en todos los vínculos familiares, laborales o hasta amistosos. Pero no siempre es fácil encontrar las dimensiones exactas de ese espacio que es siempre elástico y que se tiene que ir ampliando en la medida en que el otro lo puede recorrer, ocupar, gestionar.
Porque hay un estilo de cuidado que, con las mejores intenciones, avanza sobre la individualidad, la libertad y la autoestima de las personas que la reciben. A veces es la pareja, son los hijos o algunos colaboradores los beneficiarios de esa bien intencionada e incondicional ayuda.
Generalmente se trata de alguien comprometido que, en una actitud paternalista o protectora, casi magnánima, brinda sus recursos, consejos, experiencia, para hacerle bien al otro.
Lo hace por cariño, por responsabilidad, porque cree firmemente que tiene algo valioso para aportar. Y generalmente es así. Pero también se trata de una necesidad de protagonismo, de estar en el centro de la vida del otro, y con cierta forma de posesividad.
Es la necesidad de tener cerca a las personas que le importan, a condición de que acepten su manera de pensar, sus gustos y sus valores. Quieren que seas feliz… a su lado. Quieren brindarte lo mejor… lo que a ellos les parece mejor para vos.
Sin duda hay casos extremos de dominación emocional. Pero en la mayor parte de estos casos se trata de una preocupación sutil, amorosa, pero que termina siendo abrumadora. Porque genera dependencia, inseguridad acerca de los propios deseos y sometimiento por gratitud. Así es como se arma un lazo especial, intenso y exclusivo, tierno y a la vez despótico entre el que lo ofrece todo y el que recibe más de lo que necesita.
Claro que la ilusión es que el elegido, beneficiario de tanta atención, responda a las expectativas. Por eso la relación se complica por la tensión permanente de ese vínculo tan estrecho y con poco espacio. Y todos sufren. El que recibe por sentirse atrapado en la necesidad de satisfacer las expectativas del otro. Y el dador porque no puede evitar sentirse decepcionado y defraudado, cuando su protegido no cumple con sus expectativas.
Padres, madres, jefes o padrinos, su omnipresencia puede llegar a bloquear el crecimiento del otro, aislandolo de sus propias experiencias de errores, fracasos y logros.
También sé que cuando escuchamos hablar de este modo de relación se nos ponen los pelos de punta, pero el que no lo haya vivido de un lado o del otro en algún momento de su historia, que tire la primera piedra.