Empresa familiar. Un hijo o un sobrino son invitados a entrar a la compañía, pero nadie se pregunta acerca de sus habilidades o se toma el trabajo de mentorearlo para que conozca en profundidad el funcionamiento de la empresa, las necesidades, dificultades o conflictos ocultos. Lo incorporan por su apellido, por pedido de su padre, o por insistencia de su madre.
El o la joven merodea por los distintos sectores, curiosea, trata de escuchar conversaciones, esperando órdenes, tareas o al menos algo de información. Todos están demasiado ocupados y, además, consideran que el nuevo está allí sólo por portación de apellido. Poco a poco va perdiendo la motivación y cuando finalmente le piden que participe en algo, está tan desinformado y desalentado que ya no logra conectarse. Como en una profecía autocumplida se confirma que era un inoperante y que sólo estaba de adorno.
Paradójicamente, esto también puede suceder con personas de gran experiencia y trayectoria. Los dueños o jefes se deslumbran con los jóvenes a quienes brindan todo el crédito y el apoyo, adjudicándoles los proyectos más interesantes y creativos. Con injusto prejuicio dan por sentado que los mayores ya están afuera de los cambios y no son buenos en tecnología ni en innovación. Así se los relega a roles burocráticos y poco interesantes, sin preguntarse cómo capitalizar sus saberes y experiencia, y hacerlos parte de la transformación que está viviendo la empresa.
Sabemos que el síndrome de agotamiento por exceso de trabajo, denominado Burnout (o síndrome del quemado) ya es considerado una enfermedad por la Organización Mundial de la Salud.
Pero hoy se habla de otro modo de desgaste laboral llamado Boreout que, como su nombre en inglés lo indica, está relacionado con el aburrimiento.
El antropólogo americano David Graber sostiene que este malestar se origina en los trabajos “chatarra”, en grandes organizaciones burocráticas, estatales o multinacionales en las que el empleado no se percibe agregando ningún valor genuino, ni conectado con la realidad, ni con los circuitos de responsabilidad y decisión.
Se trata de un síndrome aún poco estudiado que genera culpa, vergüenza y pérdida de la autoestima. Algunas investigaciones afirman que una parte importante del 30% de los empleados que dice aburrirse en el trabajo, podría sufrirlo.
Burnout y Boreout coinciden en el mundo laboral y, aunque parecen opuestos, tienen en común el sufrimiento y el deterioro de la salud y los vínculos. Los síntomas son similares a los de la depresión: cansancio, alteraciones del sueño, trastornos de la alimentación y pérdida del deseo sexual.
Se puede ir y volver del Burnout al Boreout, porque también los adictos al trabajo, en su eterna urgencia, pierden el sentido de lo que hacen llegando al desgano y la desmotivación, nuevamente el Boreout.
Lo notable de esta nueva enfermedad es el sentimiento de culpa, ya que parece absurdo quejarse de no tener nada interesante que hacer. En definitiva, se trata de gente privilegiada que tiene trabajo y a la que se le paga por no hacer nada importante. A veces son empleados a los que se evita despedir por diferentes razones y a cambio de esto se los cajonea, –forma larvada de hostigamiento–, no se les atribuye ni encomienda ninguna tarea significativa, de modo que se sienten valorizados.
El Burnout, en cambio, está sobrevalorado laboral y socialmente. ¿Cómo no admirar al que se sacrifica para progresar y hacer crecer a la empresa? ¿Y cómo negarle el derecho a recibir ayuda, y hasta licencias y tratamiento?
La sociedad actual genera la ilusión de que el acceso a niveles altos de formación conlleva actividades interesantes, creativas y transformadoras. Sin embargo, con frecuencia se contratan personas sobrecalificadas y se las condena a tareas mecánicas y rutinarias.
En esos casos, el síndrome de aburrimiento se hace difícil de justificar, más aún en épocas de crisis, en las que otros están tratando de encontrar trabajo. Los consejos y soluciones simplistas (cambiar de trabajo, recuperar la libertad) generan aún más desasosiego.
Para peor, se suele creer que este estado es producto de una depresión originada en cuestiones personales. Sin embargo, aquí operan causas que tienen que ver con la dinámica de la organización y sobre las que se puede y se debe trabajar. Lo que está en juego no es sólo la salud, sino la calidad del trabajo, ya que las personas se van adormeciendo, pierden la capacidad de reacción y no están vitales y disponibles cuando realmente se las necesita.
Para encontrar sentido a sus tareas, cada uno debería poder preguntarle a su jefe ¿para qué sirve mi trabajo? ¿cómo puedo hacerlo mejor? Pero eso se parecería a decir que uno no sabe cuáles son sus responsabilidades.
Aquí corresponde a los líderes tomar nota de esta escalada de síntomas y estar disponibles para explorar, junto con su gente, esos estados de desmotivación crónica que no se resuelven estimulándolos con consignas entusiastas, ni generando experiencias motivacionales artificiales.
Sólo cuando se capacita a todos en nuevos conocimientos y recursos, sin prejuicios de edades ni posiciones, las empresas crecen y la calidad de vida mejora.
En definitiva, cuando los que toman las decisiones se interesan en conocer las habilidades genuinas de cada individuo, los convocan para opinar y brindan a cada uno la oportunidad de aportar sus ideas, talentos y recursos, nadie se siente una pieza inerte de un engranaje mecánico, sino un órgano vivo dentro de un sistema vibrante y expansivo.
Nota: Este artículo fue elaborado con la colaboración de Lorena Kalwill, coautora del libro Pensamiento en Red