Hoy estamos inundados de sentimientos encontrados y extremos. Y todos flotando en un mar de estrés, preocupación, irritación y agotamiento. 

De a poco nos vamos instalando en una rutina  y por momentos la vida nos parece casi normal. Y casi funciona. A pesar del alcohol y el barbijo que nos recuerdan que tan normales no estamos. Pero poco a poco la rutina se nos transforma en inercia, y da un poquito de miedo porque se siente como bajón, desmotivación, desgano para hacer algo nuevo o diferente. 

Ahí es cuando nos planteamos que hay que hacer algo. Queremos más. Y rompemos la rutina. Un día decidimos juntarnos con amigos, otro ir a un restaurante. Y si nos tomamos unas vacaciones? Avión, mucho riesgo de contagio. En auto, no demasiado lejos por si acaso nos contagiamos. A la costa, hay demasiada gente amontonada. Finalmente elegimos alguna opción. Tratamos de tomar todos los recaudos y también nos engañamos un poquito. Engaño necesario para animarnos a movernos. 

La decisión está tomada. Serán unos días en un hotel de la costa. O en Córdoba. Quizás en el sur. ¿Respetarán los protocolos? ¿Y el personal de limpieza? ¿Y los espacios comunes? Vamos a estar interactuando con más gente. ¿Estará todo bien?

Ah! y tramitar los permisos. 48 horas antes. Y la aplicación que a mitad del proceso te rebota el trámite. Empezar de nuevo con paciencia. Para qué me metí en esto. Versión digital de la empleada pública del personaje de Gasalla, nos grita “atrás” cada vez que creemos estar avanzando. Y a empezar todo de nuevo.

¿Hay algún movimiento virtual o presencial que no me genere más estrés?

Pero cada nuevo movimiento nos vuelve a desestabilizar. Nos preguntamos si estamos haciendo bien, si no nos equivocamos, si nos estamos arriesgando demasiado. 

Dudas, miedos, nos acusamos de irresponsables, pensamos si será la decisión correcta. Y si nos cuesta la vida? Minutos de pánico, tentación de volver atrás. Y otra vez nos calmamos. Sabemos que estamos tratando de disminuir los riesgos. También aceptamos que el riesgo cero no existe. 

Armamos una nueva rutina provisoria para poder movernos y nos tranquilizamos. Y así una y otra vez. De la claustrofobia del encierro y la rutina, que nos pide movernos y salir, pasamos a la agorafobia de estar afuera, con otra gente y el impulso de volver al encierro y lo conocido.

Venimos tomando recaudos de distanciamiento, de cuidados en casa y afuera. Nos empezamos a juntar con la familia. Saludo con el codo, el puño o un abrazo mirando cada uno para el lado contrario.

Marcamos las copas para no mezclarlas, nada de mate compartido, sillas separadas alrededor de la mesa. 

Nos miramos con desconfianza, evitamos tocarnos. Se hace lo que se puede aunque se nos escapan cosas todo el tiempo. Agotadoras las precauciones, agotador pensar en el contagio. Todo toma más tiempo y más trabajo.

Avanza el encuentro, se sirve el asadito, nos acercamos más. Un poco de vino y nos vamos relajando. Empezamos a disfrutar, charlamos tranquilos, baja el estado de alerta. Todo bien. Nos sentimos casi normales. Por momentos hasta podemos hablar de los temas de siempre. Pero falta algo: los proyectos. Se habla pero siempre con “si se puede”, “cuando se pueda”.

Y volvemos a los temas obsesivos. Qué pasa con las vacunas, los amigos que se contagiaron, el vecino que murió.

Y también una forma nueva de discriminación. Los que ya se contagiaron y sanaron son bienvenidos en todas partes. Si vivimos en pareja los parientes del otro siempre nos parecen más imprudentes y posibles contagiadores que los nuestros. Los nuestros son más inofensivos. Cómo van a tener la maldad de contagiarnos si somos familia?

Y todas las formas de distanciamiento no sólo social sino emocional.

Los que viajan en transporte público seguramente me van a contagiar. Los jóvenes son todos irresponsables y egoístas. Los adultos mayores son inofensivos pero incluirlos nos hace sentir peligrosos y culpables. Mejor los dejamos solos.

Y a la vez el absurdo, las contradicciones. Nos cuidamos de todo y en un segundo de distracción mezclamos todo, tocamos todo.

Y el contagiado o posible asintomático que nos avisa que se tiene que hisopar y de repente es un paria.

Pero hay que seguir viviendo y especialmente no ceder a esa inercia que nos puede llevar a la depresión.

Necesitamos encontrarnos, reírnos, tener proyectos a pesar de la incertidumbre. Queremos vivir, abrazarnos, soñar. Y atravesar esta pesadilla ganandole con el entusiasmo, la vitalidad y los vínculos.