La sobredosis de redes sociales puede dejarnos solos y excluidos
By Sonia Abadi | INFOBAE
Espacios de ilusión y jardines encantados, redes sociales como Twitter o Instagram, son vidrieras en las que la gente exhibe lo que hace, lo que piensa y hasta lo que siente. A veces, atentos a los posteos de otras personas, nos gusta participar, opinar… Pero hay días en los que -¿por soledad o aburrimiento?- consumimos sobredosis de redes sociales. Y allí aparecen las sensaciones de “me estoy perdiendo muchas cosas”, “me estoy quedando atrás” o “no estoy haciendo todo lo que tendría que hacer”.
Ante el exceso de la vida a través de la pantalla, uno suele terminar con una resaca de desasosiego, insatisfacción e inadecuación por el exceso de estímulos que no consigue metabolizar.
Espacios de ilusión y jardines encantados, redes sociales como Twitter o Instagram, son vidrieras en las que la gente exhibe lo que hace, lo que piensa y hasta lo que siente. A veces, atentos a los posteos de otras personas, nos gusta participar, opinar… Pero hay días en los que -¿por soledad o aburrimiento?- consumimos sobredosis de redes sociales. Y allí aparecen las sensaciones de “me estoy perdiendo muchas cosas”, “me estoy quedando atrás” o “no estoy haciendo todo lo que tendría que hacer”.
Esa pantalla, espacio exhibicionista de diversas tentaciones, produce en el voyeur un estado de excitación permanente. Y suele terminar con una resaca de desasosiego, insatisfacción e inadecuación por el exceso de estímulos que no consigue metabolizar.
Algo parecido a lo que sucede con las revistas que publican la vida del jet set y la farándula. Fotos que muestran gente bella, realzando su ropa o sus posesiones. Y nos activan una mezcla de curiosidad y fascinación que casi siempre culminan en la sensación de que uno no es lo suficientemente importante o glamoroso para vivir en este mundo.
Claro que se puede estar en las redes un rato y sentirse acompañado por ser parte de un universo más amplio que expande el nuestro. Pero el exceso de la vida a través de la pantalla nos deja solos y excluidos, como un chico que mira el mundo desde una ventana.
Sólo queda resignarse al bajón paralizante o activar la ansiedad enloquecedora de tener que participar compulsivamente de todo, todo el tiempo. Quizá habrá que elegir lo que dejamos entrar a nuestro campo de atención, ya que si bien puede ser inspirador ver qué hacen otros, también es saludable desconectarse de las redes.
¿Para qué? Para centrarnos más en lo que cada uno es, puede y hace. Para aprovechar mejor la energía y usarla en proyectos genuinos y productivos y, en vez de vivir en un mundo de fantasías, construir realidades que alimenten nuestra vida.
Pero no es fácil resistirse al atractivo de la web, a esa desaparición del espacio, del tiempo y de los límites de la persona. A esa llave maestra que abre todas las puertas. A esa fiesta excitante en la que se niega el peligro. Amores que nacen en la red, más allá de las distancias y diferencias, pero también lejos del sentido común y del criterio de realidad. Se arman así alianzas, amistades y parejas.
País de Nunca Jamás, de la virtualidad eterna, donde todo es posible, es también el mundo de los grandes depredadores, que nos encuentran boquiabiertos y entregados e indefensos ante el saqueo emocional, intelectual, material. Y el de nuestra atención y nuestro tiempo. Piratas, abusadores, estafadores, traficantes, otros tantos lobos feroces que, como en los cuentos de hadas, son los beneficiarios de la ingenuidad.
Amo la información al instante, encontrar todo lo que quiero tipeando sólo tres palabras, reencontrar viejos amigos. Empezar buscando algo puntual y terminar encontrando un tesoro de ideas.
Temo a la web, a la exposición permanente ante los que pueden abusar, dañar, destruir lo que valoro. A la falsa ilusión de encuentro con los otros y la negación de un espacio que se me transforma en abismo cuando necesito una sonrisa, una voz, un abrazo.