Sábado soleado de primavera, salgo a caminar por Palermo y al dar la vuelta al lago me encuentro con un escenario, y un profe dando una clase de reggaetón, la música a todo volumen. Más de cuarenta personas, hombres y mujeres, grandes y más jóvenes moviéndose con variados resultados pero con indiscutible entusiasmo. Tentación… Me meto, no me meto, total nadie se fija, están todos mirando para adelante.
Tímidamente me voy acercando y poco a poco me gana la música y ahí estoy sacudiéndome impunemente al ritmo pegajoso y provocador. Total, es otra forma de hacer trabajo aeróbico, me digo para justificarme de mis gustos tan prosaicos.
Casi que me olvido de todo, acalorada y divertida a pesar mío y de repente miro de reojo hacia atrás y unos pasos más lejos un hombre de brazos cruzados muy serio mirándonos, mirándome, hacer el ridículo con inocultable satisfacción.
Justo me tenía que pasar esto a mí! Un colega que no veía hace un par de años, encima pintón, encima profesional prestigioso, deschavándome en pleno papelón. Resisto el impulso de salir del grupo disimuladamente y huir. Otra opción acercarme a saludar como si nada, pero ¿toda transpirada y sin aliento? No quiero que se dé cuenta que me dió verguenza , eso es peor que la vergüenza misma. Decido quedarme en la clase, vigilándolo de a ratos, medio oculta entre un gigantón y una gordita. Ya no disfruto nada, tensa, paranoica, lo único que deseo es que la clase termine rápido para poder acabar con ese martirio. Trato de convencerme de que está todo bien. Es más, razono buscando alivio a mi malestar, quizá a él le gustaría pero no se anima. Si no, porqué sigue mirándome, ¿para humillarme?
Y en ese mismo instante me quedo helada. Desde el fondo de mi despistada memoria veo, casi como una alucinación, el mail recibido hace un año: Lamentamos comunicarle el inesperado fallecimiento del estimado colega… Mi perseguidor había muerto de un infarto. Un hombre de mi edad, aparentemente saludable, que hoy no sólo no estaba en condiciones de juzgar a nadie sino ni siquiera de respirar, vivir y bailar como lo estaba haciendo yo.
¡Me había dejado intimidar por un fantasma!
Se habla mucho del temor al juicio de los demás, especialmente cuando nos atrevemos a ser creativos, originales o cambiar las reglas del juego. Y en general creemos que estamos pensando en personas reales. Pero no es así. Esas personas reales sólo son reencarnaciones de nuestro miedos, inhibiciones y más profundamente de nuestra falta de libertad.