Hace tiempo que me dedico a dar charlas sobre creatividad e innovación y a compartir herramientas de cómo pensar y trabajar en red. Y creo firmemente que existe un modo de activar oportunidades y recursos a través de abrirse a la diversidad. También, creo que se trata de estados mentales en los que todo lo que somos y sabemos se sincroniza.
Pero no estamos acostumbrados a pensar de ese modo cuando necesitamos resolver un problema. O nos sumimos en la pura y dura racionalidad o nos deliramos con propuestas esotéricas o espirituales acerca de la suerte y el destino. Y según nuestra personalidad y limitaciones, cuando más desesperados estamos, nos colgamos de maquinaciones obsesivas y rígidas o nos dejamos seducir por soluciones mágicas sin ningún fundamento realista.
En contrapunto, el pensar en red, sin dejar de ser racional, nos pone en contacto con nuestras múltiples conexiones de ideas y variados circuitos neuronales, a la vez que nos conecta con las ideas de los otros. Esto genera lo que en las redes se llama Propiedades Emergentes, efectos de la conectividad que parecen magia pero siguen siendo ciencia.
Una mañana de mayo, grupo de directores de varias compañías, comienzo mi workshop. Cada uno se presenta con su nombre, cargo y empresa. Parece que venimos bien y, a mitad de la ronda, la catástrofe.
Flaco, canoso, alrededor de cincuenta, pálido y tenso: “No sé si tengo derecho de estar aquí, esta semana me desvincularon de la empresa”, dice.
Entre ellos se conocen, pero para mí es la primera vez que los veo. Expresiones de malestar e incomodidad, nadie sabe qué decir.
Pienso, tengo que sacarlo del pozo, porque intuyo que lo que más le avergonzaría sería soltar el llanto, que adivino cerca. Además, necesito remontar el clima de bajón que se generó en el grupo.
Bien –me digo–, vamos a ayudarlo a encontrar alternativas: “Contanos qué pensás hacer y lo vamos trabajando juntos”.
Nos cuenta que durante los últimos veinte años guardó todas las tarjetas que le iban entregando las personas con las que se fue relacionando, y que las tenía apiladas en varias cajas dentro de su escritorio. Su intención es tomarse un tiempo para clasificarlas y luego enviar un mail a cada uno de ellos.
Rápidamente el grupo se activa: “Podrías ordenarlas por sector”, “¿Y si las ordenás por el grado de relación con la persona?”. Siempre aparece el gracioso: “Mejor escribile sólo a las minas”.
Nuestro amigo está cada vez más confundido y lo noto desalentado. Lo imagino en su casa, solo, intentando ordenar sus tarjetas, varias horas cada día y cada noche. Interminable.
Quizá por empatía, imagino también la angustia de su mujer viéndolo encerrado y ensimismado. Se me hace que será un trabajo estéril, cuyo único objetivo será retrasar el contacto con la realidad y postergar la decisión de ponerse en acción. Me doy cuenta que es un personaje muy estructurado y rígido. Necesito conectarlo con el humor y el juego, y de paso será una clase atractiva para el grupo.
Por supuesto, todo el guion que yo tenía previsto para esa tarde se me esfumó, y a mí también me obligó a abandonar mi libreto y ponerme a improvisar.
¡Y me lanzo a la aventura! Le digo que creo que la tarea de las tarjetas le va a tomar meses, que es posible que las personas a quienes les escriba no lo recuerden, que va a sufrir como un perro esperando una respuesta durante días…
Me mira entre deprimido, enojado y esperanzado y me dice: “¿Entonces qué puedo hacer?”.
Me aferro firmemente a su leve esperanza, aprovechándome de mi posición de saber y mi liderazgo coyuntural del grupo: “¿Te acordás del Tío Rico del Pato Donald? Te propongo que tomes todo ese capital de tarjetas, lo revolees por el aire, y cuando caigan al suelo, te acuestes encima y nades dando unas cuantas brazadas. Luego, seleccionás al azar quince tarjetas y contactás sólo a esas personas”.
Me mira espantado: “¿Y si no funciona?”
“Siempre podrás volver a juntarlas”, le respondo.
Allí se suman los demás, primero con risas, luego con algunas sugerencias originales. Al final de la tarde estaba decidido a probar el experimento.
Tuve la oportunidad un par de meses después de enterarme por otra persona que lo había hecho y que estaba por comenzar a trabajar en una nueva empresa.
¿Los beneficios de exponerse al azar? ¿La activación de la esperanza? ¿La confianza en mi propuesta como figura de autoridad que lo habilitaba a un comportamiento no convencional? ¿La confianza en sí mismo al ponerse en movimiento? Todo eso.
Creo que al atreverse a dejar de lado su rigidez y sus miedos, pudo jugar, creer en que la suerte lo podía ayudar, y así enfocar su energías y expectativas en pocas personas pero, seguramente, con más compromiso.
Además, redactar un mail genérico para cientos de personas hubiera sido replicar el mismo anonimato de las cartulinas encerradas en sus cajas.
Al escribirle a cada uno de modo personalizado, con más fuerza y claridad, tuvo más chances de despertar el interés de aquél a quien iba dirigido el mail, abriéndose la oportunidad de tener una entrevista personal.
En ese encuentro, lo que hicimos fue facilitar la conectividad entre las ideas propias y las de toda la red de inteligencias. Nuestro protagonista se mostró como un hombre que lo había perdido todo y que creía que su único capital eran esas cajas repletas de tarjetas. Sin embargo, al final descubrió que esa abundancia no era más que cartón pintado.
Motivado por la colaboración de sus pares y avalado por mis sugerencias, descubrió que su verdadero capital era la capacidad de ponerse en modo creativo y entregarse a la experiencia de pensar colaborativamente.
En este caso pudo literalmente pensar “fuera de la caja”, de la caja de tarjetas, por supuesto.