A fines del siglo XIX, el físico y sociólogo francés Gustave Le Bon, en su libro Psicología de las Masas, afirmaba que en la sociedad Occidental existían dos grandes masas artificiales, la Iglesia y el Ejército. Y que ambas se caracterizaban por las jerarquías, ciertos valores compartidos, consignas y reglas muy estrictas de funcionamiento y cláusulas de relación entre las personas. Y en los dos casos un compromiso de lealtad y restricciones manifiestas o implícitas para la vida familiar. Un celibato explícito en el caso de la Iglesia y virtual en el caso del Ejército.

Podría decirse que este pensador consideró sólo estas dos formas de organización, ya que las corporaciones aún no existían. Hoy vemos que las grandes empresas han diseñado su estructura y dinámica adquiriendo rasgos tanto de la Iglesia como del Ejército. Las jerarquías, los modelos de liderazgo, la visión compartida. Y también las restricciones en cuanto a la vida personal y familiar. En este caso por la exigencia excesiva de disponibilidad o los viajes laborales frecuentes.

Sin duda, las corporaciones generan un fuerte sentimiento de pertenencia y contención, y un sistema de certezas que acompaña y brinda seguridad e identidad. Sé quién soy, cuáles son las reglas, a quién respondo y dónde aspiro llegar.

Pero un día aparece el sueño de libertad o la ilusión de un nuevo destino. A veces por la falta de reconocimiento, la vivencia de pérdida del sentido de su actividad o el agotamiento por estrés.

La urgencia, las actitudes enloquecedoras de algunas personas, las presiones permanentes, la falta de ejercicio de la creatividad son otras de las causas.

Algunos perciben que la calidad de su trabajo se resiente, pero también su vida familiar y social, y su salud física y mental. Así es como comienzan por buscar un espacio en otra corporación. Sin perder los beneficios de pertenecer, la idea es encontrar una cultura organizacional menos estresante, más abierta, con más alternativas para expandirse y mejorar su calidad de vida. 

En otros, aparece la idea de salir de las estructuras, que a veces se concreta y otras permanece como expectativa o promesa a cumplir cuando se den determinadas condiciones: Cuando los chicos terminen el colegio, cuando tenga mi casa, cuando llegue a los cincuenta… Aspiraciones que pueden materializarse o quedar sólo como fantasías para soportar la realidad o para huir de ella, rumiando sentimientos de insatisfacción.

A estas personas no les es fácil imaginar una vida menos pautada, en la que tengan que revisar cada día sus objetivos e intereses, y poner sus propias reglas.

Están acostumbrados a ese mundo conocido con sus rutinas, rituales, modismos al hablar, formas de vestirse, permisos y prohibiciones. 

Bajo las órdenes de algunos líderes carismáticos se sienten orgullosos de pertenecer a la cofradía que tiene nombre propio. Y agregan a su apellido el de la marca que los define como si fuera un apellido de casado: “Soy Juan X de Z”. ¡Cómo no comprender el dolor y la culpa que puede generarles separarse! Unidos y leales, les cuesta renunciar a esa identidad tan arraigada y aterrizar en escenarios más inciertos.

Otros se harán emprendedores. En el escenario actual, los estímulos son tentadores. La creatividad, la autonomía, la libertad se han transformado en valores más atractivos que la seguridad y la estabilidad. Y son muchos los que luego de varios años de sentirse protegidos y encorsetados en un rol, un lugar, una responsabilidad deciden intentar un proyecto propio.

Pero para el emprendedor se abre un nuevo misterio, fascinante y en ocasiones aterrador. La búsqueda ansiosa de ideas, oportunidades, interlocutores, asociados, inversores. Y siempre la ilusión del proyecto salvador que los hará exitosos con un golpe de suerte y de reconocimiento.

Tendrán que lidiar con el vértigo de la complejidad, la incertidumbre y la velocidad de los cambios, sin la protección de una estructura consolidada.

A cambio habrán de involucrarse con la pasión y la disciplina autoimpuesta que implica generar un emprendimiento. Y encontrar dónde anidarlo y con quienes compartirlo.

Cada día aparecen relatos de creativos disruptivos e innovadores incitando a lanzarse a la aventura. Además, los jóvenes profesionales están más pendientes de su calidad de vida y de un desarrollo personal menos lineal y más diverso. Pero del sueño emprendedor son más los que se despiertan a la intemperie que los que logran construir algo más que un castillo de naipes.

Salir de la zona de confort y dar el salto no es un desafío sin riesgo, quizá haya que prepararse para que no sea un salto al vacío. Muchos emprendedores que inician un proyecto cuentan que durante el primer año necesitan trabajar de noche y los fines de semana, sosteniendo los dos ámbitos en paralelo, hasta estar en condiciones de soltar amarras y lanzarse a la nueva aventura.

Por otra parte, es cierto que están empezando a aparecer modelos mixtos en los que, bajo la protección de una gran empresa, se trabaja por proyecto, a la manera de un emprendedor.

En esta convergencia de modelos también algunas organizaciones están valorando la flexibilidad, reconociendo habilidades no convencionales, adaptándose a las necesidades de su gente. 

Además, la tecnología de la comunicación facilita que varias tareas se puedan realizar lejos de las estructuras formales. En ese caso, los equipos de trabajo se encuentran en las redes y generan comunidades de aprendizaje y co-creación que enlazan autonomía con disposición a colaborar. 

En diversas áreas de la vida, los humanos nos debatimos entre la necesidad de compromiso y el ansia de libertad. Sutil equilibrio en el que cada uno intenta preservar su estabilidad y a la vez sentirse libre.

Quizás el trabajo en red nos ofrezca esa posibilidad, una zona de bienestar donde podemos sentirnos acompañados, sin perder parte de nuestra independencia. Y cada vez esto puede ser más posible tanto dentro de una empresa ágil y flexible como en el sueño emprendedor.