Me propusieron dar una capacitación en innovación a un grupo de jóvenes emprendedores nikkei. Así me enteré que se llama nikkei a los japoneses de la diáspora, los que viven fuera de Japón.
Al llegar a fin de año, una de las participantes del workshop nos trajo un regalo a cada uno. Se trataba de unas bolitas de color rojo, en las que estaba pintada una cara con bigote y barba, y en el lugar de los ojos, dos espacios redondos en blanco.
Me contaron que a esos amuletos de origen japonés se los llama Daruma, y que existen varias versiones. La leyenda que los menciona habla de un monje que recorrió India, China y Japón, y que sería el fundador del Budismo Zen.
Estos Daruma que simbolizan la perseverancia, se regalan para el Año Nuevo y representan la determinación, la fuerza y el éxito.
¿Cómo se los usa? Se elige un deseo, proyecto o propósito para el año que comienza y se pinta el ojo izquierdo, como recordatorio y motivación para cumplir esa meta. Si el deseo se cumple durante ese año, el ritual concluye pintándole el ojo derecho. En Japón, y en las comunidades japonesas alrededor del mundo, el 18 de enero se realiza una ceremonia colectiva en la que se enciende una hoguera y se queman los Daruma del año que pasó. Y cada año se reinicia todo el ciclo, con nuevo amuleto y nuevos desafíos.
¿Superstición? ¿Magia? Me lo pregunté. Tomé mi Daruma y me propuse activar el ritual. Allí me di cuenta de varias cosas. Lo primero es que tuve que revisar mis propósitos para ese año, lo que me llevó a explorar mis deseos más profundos, atreverme a reconocerlos y hacerme cargo de ellos.
Luego tuve que elegir el más importante para mí. Y aceptar renunciar a algunos otros, enfocándome en el esencial. Una vez decidida, buscar un marcador y, con la solemnidad que el momento requería, realizar la acción de pintar el ojo.
Después, como lo indica el ritual, coloqué el Daruma en un lugar bien visible, para no olvidarme ni distraerme de mi propósito. Cada día, en mis movimientos cotidianos el hombrecito rojo estaría allí para recordarme, no lo que debía hacer, sino cuál era mi deseo más profundo, la necesidad de mi verdadero ser para ese año.
Allí entendí que al haber pintado el ojo se había activado en mí una expectativa que fortalecía mi deseo. Pero a la vez, al encontrarlo ante mí, día a día, me acompañó en mi determinación de cumplir lo que me había propuesto.
Me considero un ser racional, con una mente lógica y científica. No creo en milagros, pero sí en el poder del compromiso con los propios deseos y la eficacia de una mirada ampliada que permita descubrir oportunidades y encontrar sincronicidades.
El anclaje profundo con mi deseo me mantuvo atenta y abierta a las señales que iban surgiendo a mi alrededor. El efecto emocional e intelectual de la expectativa y el propósito cumplieron su objetivo. Antes del año, pinté el ojo derecho.
Cuando me animé a compartir esta experiencia con otras personas cercanas, descubrí que algunos, aún sin conocer el ritual japonés, utilizaban lo que llamé Efecto Daruma. Al proponerse un nuevo desafío, dejaban objetos concretos en su ambiente personal o laboral para evocar, recordar, actualizar, hacia dónde querían llegar. Una foto, la tapa de un libro, una estampita, un dibujo, un pequeño objeto.
Entendí que muchos hacen esto como un modo de recordar una experiencia emocionante o a una persona querida, aunque eso sólo los lleva hacia el pasado.
Pero en aquellos que lo hacen a conciencia para proponerse un objetivo, el Efecto Daruma se suele activar. ¡Aunque no haya ningún ojo para pintar!