En cautiverio, como leones enjaulados, crispados por la tensión de cada día, aumenta nuestra rigidez y con ella nuestra fragilidad. A más tensión, más riesgo de fractura.

Y esa rigidez física puede ser también la consecuencia del blindaje emocional que nos protege del sufrimiento por estar alejados de las personas que queremos.

Comienzan a ocurrirnos incidentes menores y no tanto. Rompemos cosas por torpeza o distracción. Perdemos una llave, dejamos caer el celular y se hace añicos la pantalla. Sin hablar de la rebelión de los objetos inanimados que, por su cuenta, deciden abdicar. Lavarropas y heladeras deprimidos, con vocación suicida. Un ambiente electrizado que hasta hace saltar la térmica de la casa. 

Y los accidentes. Cortarnos con el cuchillo al cocinar, lastimarnos al hacer un mal movimiento o al llevarnos por delante la pata de la cama. Contracturas, dolores de cintura, en parte por actividades a las que no estábamos acostumbrados, pero especialmente porque nos movemos con los músculos agarrotados. ¡Y las cervicales! Horas de pantalla atornillados a la misma silla.

Todas consecuencias del estrés. Y cada incidente se refleja en más estrés. ¿Cómo resuelvo lo que se rompió? ¿Me atenderá el service? ¿Será peligroso ir a la guardia médica? ¿Me hará mal tomar este analgésico?

Angustiados y alertas, enfocados en nuestras preocupaciones, desconfiamos hasta de nuestro sentido común y nos cuesta pensar alternativas y soluciones para resolver cada problema.

Demasiado pendientes de lo que nos cuentan nuestros amigos. Hiper conectados con la información amenazante, confusa o contradictoria que difunden las redes y otros medios. Todo esto nos hace más vulnerables al estrés. Se pierde la perspectiva, se toman decisiones por miedo o desesperación, se evitan o se niegan datos inquietantes. 

¡Y los que tienen que salir cada día porque les tocan actividades esenciales! Se van cada mañana con la sensación de salir al frente de batalla, regresan cada tarde con el temor de traerles la peste a los que más quieren. Cada noche los miran y se dicen ¿Los habré contagiado? Se acuestan agotados y cada día recomienza la inquietud, ¿Qué les traeré mañana? Algo rico para comer. Espero que no esté contaminado. ¿Me habré contagiado? Mejor me tomo la temperatura. ¿Y si soy asintomático?

Y los que sólo salen una vez por semana a la farmacia o a comprar provisiones. Los que ya fueron saben lo que les espera. Los que aún no les tocó salen con la ilusión de caminar, de ver la calle, encontrar otras caras. Barbijo, anteojos, guantes, mascarilla quizá. Miedo, desconfianza de todo lo que tocan, distanciamiento social. A la vuelta les espera el protocolo de desinfección, lavado de manos, alcohol, lavandina, dejar afuera ropa y zapatos. Dan ganas de no salir nunca más.

El cuerpo está al límite del agotamiento y la mente exigida al máximo. Las emociones están a flor de piel. Por eso, algunos se preguntan por qué les surgen reacciones de irritabilidad y violencia ante situaciones aparentemente insignificantes.

La razón es que la crispación y el estado de alerta permanente generan en nuestro organismo la producción de grandes dosis de adrenalina.

Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de adrenalina? Existe la creencia de que es excitación, energía y entusiasmo. En realidad, la adrenalina es la hormona de la lucha, por lo tanto es una respuesta física ante el miedo.

Es cierto que a veces la necesitamos para actuar en una emergencia. Cuando nos sentimos en peligro, el cuerpo envía adrenalina a la sangre, operando como un “saque” de estimulantes, que permite una rápida reacción y nos prepara para el ataque y la defensa. El corazón late más fuerte, el cerebro se prepara y los músculos se tensan.

Ahora imaginemos que nos llega una información amenazante. Al instante, reaccionamos generando grandes dosis de adrenalina. Y resulta que al rato nos enteramos que era una fake new, noticia engañosa, equivocada o exagerada. Bajamos las barreras y nos tranquilizamos.

Sin embargo, ante la falsa alarma, la adrenalina que ya entró en circulación tardará varias horas en metabolizarse y eliminarse, lo que producirá un período prolongado de ansiedad y concluirá en un estado de gran agotamiento. Esto ocurre porque esta poderosa hormona es un combustible de alta potencia y activación inmediata, pero también conlleva un enorme residuo tóxico.

Como una droga interna de emergencia, debería activarse sólo en casos de riesgo real, ya que si se activa ante cada estado de inquietud puede llevarnos al estrés crónico y a enfermarnos física y mentalmente.

Además, el estrés prolongado genera impulsividad, y alternancia entre estados de euforia y desaliento. Y con el tiempo un déficit en el pensamiento, la capacidad de planificación, el juicio y la memoria. 

Por eso, es esencial estar atentos a las señales engañosas y evitar intoxicarse con sobrecarga de información. Lo que nos ayuda es escuchar y leer a aquellos capaces de hacer análisis críticos, complejos y profesionales de cada situación. Prestar atención a gente que puede evaluar el presente y vislumbrar el futuro, en vez de enredarnos en cifras, porcentajes y consejos azarosos.    

Entonces, no sólo será necesario cuidarse del virus, sino también del estrés y la adrenalina que esta situación atípica pueden producir.

Por eso, en estos momentos de incertidumbre, lo más importante es proponerse acciones y recursos anti estrés. Mecanismos para aflojar la tensión. La música, la actividad física, la meditación, o lo que a cada uno le sirva de alivio.

Perderemos cosas, algunos cambiaremos de actividad, muchos sufrirán duras consecuencias, otros se reinventarán. Pero necesitamos estar vivos y despiertos, para enfrentar con curiosidad y audacia el mundo que se está gestando, para ser testigos privilegiados de lo que vendrá.