Todos necesitamos del reconocimiento de los otros como parte de nuestra autovaloración y bienestar. Lo notable es que, si una persona no ha recibido durante su infancia una respuesta empática –a través de la mirada de los adultos – esto no solo dañará su propia capacidad de empatizar con otros, sino que generará una extrema avidez por obtener grandes dosis de empatía por parte del entorno actual, de la que dependerá como de una droga.

Recuerdo una anécdota de Fernando, un actor teatral muy exitoso que se había hecho tan dependiente del reconocimiento que ya no toleraba la menor fisura en su vivencia de triunfo absoluto. Un día pudo expresarlo de este modo: “Veo la sala colmada de público y me siento poderoso. Pero de repente registro una sola butaca vacía y es como un agujero negro que me traga, y ya todo pierde sentido”.

En determinadas circunstancias, todos podemos enfermarnos de adicción al reconocimiento.

En esos momentos buscamos torpe y desesperadamente ser valorados por el otro, y este reconocimiento forzado se provoca de diferentes maneras, cada una con sus previsibles consecuencias.

Algunos se muestran débiles o atormentados. En este caso, se genera un acercamiento, pero rápidamente el recurso se agota y el otro huye.

Están también los que regalan o auxilian compulsivamente a los otros.

Allí se activa la avidez de los demás, y el sentimiento del “altruista” de estar siendo usado. En realidad, es el donante quien usa a los otros como proveedores empáticos, y al manipularlos con ofrendas genera una adhesión por interés.

Otros exhiben sin pudor sus propias cualidades, aptitudes y logros. Si los logros son ficticios o superficiales, solo provocarán la risa y el ridículo. Pero si son reales, aparecerán la envidia y los ataques agresivos.

Así, resulta que la necesidad compulsiva de empatía se expresa por un exceso en pedir, dar y mostrar, y se pierde la capacidad de mirar, intuir, comprender.

En todos los casos, el emisor está desconociendo o desconsiderando las necesidades del receptor, al que usa como espejo y no en su espesor humano.

Si estas personas logran comprender lo que les sucede, descubrirán que la única alternativa ante la propia necesidad empática es ejercer una real empatía, abriendo su red para escuchar y registrar al otro, con la confianza de saber que la corriente empática continuará fluyendo también hacia él.

Y sin empatía, las personas, familias y equipos no se sostienen. Si el otro es alguien a quien apenas conocemos, toda la relación estará basada solo en el prejuicio. Y el prejuicio no es una red viva, sino una dura malla de acero que sofoca al individuo y a los grupos.