¿Quién negaría que valores como la empatía, la solidaridad, la confianza, el respeto por la diversidad son esenciales para la calidad y la armonía de las relaciones dentro de una empresa?

Podemos decidir que nuestra organización sostendrá esos valores, y también podemos seleccionar a las personas que demuestren tenerlos. Pero la clave de la evolución de los valores está en el funcionamiento en red, que activa ese paradigma por necesidad y hasta por conveniencia.

Cuando pensamos en red, determinadas actitudes dejan de ser consignas de buenas intenciones para ser una consecuencia natural de trabajar y vivir en red.

Las organizaciones lineales también se apoyan en valores propios, pero estos tienen la forma de mandatos y preceptos, y en general no incluyen las emociones, sino que se defienden de ellas considerándolas peligrosas y capaces de subvertir el orden.

En una organización en red, si decimos que alguien le está “serruchando el piso” a otro, ya no se trata de un conflicto entre dos personas, sino de un ataque a la trama de la red y por lo tanto de un daño a todo el sistema.

Del mismo modo, si alguien se enferma de estrés por estar recibiendo excesivas presiones, es toda la red la que recibe el impacto.

Al igual que un organismo, una red es un sistema vivo. ¿Acaso diríamos que alguien no tiene problemas de salud porque solo su riñón izquierdo está enfermo?

Y cuando trabajamos en red necesitamos que los otros también lo hagan, ya que las limitaciones y potencialidades de cada uno se difunden por toda la red.

Nos interesa compartir la información para hacer crecer los proyectos, enseñar para tener aliados más preparados, colaborar en los planes de los otros para que acompañen en calidad a los nuestros. Buscamos aprender de los que tienen lo que nos falta, en vez de hacerlos blanco de nuestra envidia.

Nos importa ser más empáticos, porque sabemos que conocer mejor al otro ayuda a tejer la red y nos beneficia.

Aprendemos a celebrar la diversidad, ya que así como en una organización lineal es la uniformidad la que sostiene la estructura, en una red la diversidad la hace dinámica e inspiradora.

A su vez, la instalación de una actitud de confianza, basada no en la ingenuidad sino en el buen uso de la intuición y la empatía, mejora el clima laboral y la colaboración. Y ayuda a percibir y recortar aquellas situaciones o personas que merecen que se active el estado de alerta.

Del mismo modo que sucede con la aparición de un enloquecedor en el sistema, es toda la red la que generará anticuerpos para neutralizar, y si es necesario expulsar, a la persona o las actitudes que hacen peligrar al equipo o la organización.

Simpatía es estar disponible para relacionarse, y cuando es auténtica y no un recurso impostado para vender una imagen, nos hallamos ante la verdadera empatía. Y solo al estar en red aparece la permeabilidad hacia el otro.

Ningún interrogatorio, ningún curriculum, logran decirnos tanto acerca de alguien como lo hace la empatía. Las personas pueden fingir o exagerar sus cualidades o distorsionar los datos de su historia, pero desde la empatía reconocemos su verdadera esencia.

La antipatía, en cambio, es cerrarse a la posibilidad de relacionarse; por prejuicio, temor, o simplemente por falta de flexibilidad. La antipatía corta la red.

Muchos libros de autoayuda sostienen que no se debe juzgar a los demás, considerando esa actitud como discriminatoria. Desde el Pensamiento en Red reconocemos que no deja de ser un intento valioso, una actitud ética y compasiva.

Sin embargo, sin la activación del estado mental de atención flotante, no juzgar no es más que una ficción. Y no se trata de una posición moralista, sino de la búsqueda del modo de percepción capaz de dejar en suspenso el prejuicio, las jerarquías y las consideraciones obvias.

El sentido de pertenencia nos hace crecer al mismo ritmo que nuestros proyectos, y nos brinda el apoyo de las redes humanas.

Compartir las propias ideas y conocimientos realimenta la red y genera cambios sostenibles. La mezquindad, en cambio, produce un envejecimiento de las estructuras, paralizando la red y fragmentando los resultados.

El egocentrismo, sin bien parece generar una ganancia inmediata por la apropiación de los logros, a la larga lleva a la soledad y la desesperanza.

Además, la colaboración se ve recompensada por un estado de menor tensión, la disminución de los ataques envidiosos hacia nosotros, y la sensación de estar siendo contenidos y apoyados.

La integración de la diversidad respeta el perfil original e irreemplazable de cada individuo, generando un crecimiento exponencial.

La discriminación de una idea innovadora o del que la propone, recorta y dispersa los recursos. Es cierto que a veces la discriminación se origina en las características de algunas personas “difíciles”, pero con frecuencia se debe a la resistencia natural de la red preexistente para incluir lo nuevo.

También las rivalidades personales afectan la red. Paradójicamente, algunas surgen por la frustración que produce una organización cuyas redes no están funcionando.

La creatividad ajena no debiera inquietarnos, ya que, cuando estamos en red, el talento de los otros también nos pertenece, convoca y encanta.

Podemos experimentar eso que sentimos ante un crack de fútbol, un tenista campeón, o un cantante talentoso, cuyo arte nos sirve a la vez de fuente de placer y de inspiración.

Cuando hablamos de aceptación o de rechazo, no nos referimos solo a las personas sino también a las ideas.

Algunas personas muy lineales reaccionan ante un problema cerrándole el camino hacia su red, para deshacerse de la perturbación que genera en sus esquemas mentales. Intentan sacárselo de encima no escuchando o no viendo lo que pasa, enojándose con quien les trae el problema o reaccionando con una solución rápida para olvidarse del tema cuando antes.

Y al no poder visualizarlo, se instala en forma solapada y permanente. Solo aceptando una complicación aparece la posibilidad de procesarla. Aceptar un problema es invitarlo a interactuar con mi red; rechazarlo es cortar la red y los recursos que pueda aportar.

Cuando aceptamos lo nuevo, aún si se presenta como negativo, lo dejamos un breve tiempo flotando en la red, no solo porque pueden aparecer nuevas y mejores soluciones, sino porque sabemos que va a desafiar a nuestro talento y creatividad.

Un antiguo relato oriental cuenta la historia de dos vecinos que rivalizaban en todo, se controlaban de reojo día tras día, padeciendo cada uno por lo que el otro lograba. 

Un día cualquiera, uno de ellos encontró en el sótano de su casa una vieja lámpara de aceite, como aquella del cuento de Aladino, y, al comenzar a frotarla para dejarla brillante, se le apareció un genio y le dijo: “Pídeme todo lo que quieras y te será concedido”. El hombre, maravillado, comienza a enumerar: poder, dinero, mujeres, viajes… En ese instante, el genio lo detiene: “Ah, me olvidaba de un pequeño detalle que en realidad no te afectará, pero es justo que lo sepas. De cada cosa que me pidas y te otorgue, a tu vecino le daré el doble”.

La envidia pudo más, y luego de algunos segundos de reflexión el hombre dijo: “Entonces te voy a pedir una sola cosa: quítame un ojo”.

La envidia no es el deseo de tener o compartir un bien que otro posee, sino la necesidad de destruirlo para no sufrir por su falta. Y es por eso el sentimiento que nos aleja irremediablemente de lo que más deseamos.

Solemos creer que envidiamos el poder, el dinero, la belleza, el talento o un auto de lujo. En realidad, a través de sus diferentes disfraces, el trasfondo de toda envidia es hacia la libertad del otro.

Esos objetos o bienes que anhelamos rabiosamente, nos hacen sentir que el otro es más libre. Ya sea la belleza de una mujer, el dinero necesario para viajar, o el poder para manejar situaciones diversas.

La trampa mortal reside en que, desde el momento en que comenzamos a envidiar, estamos prisioneros. No hay nada que nos haga sentir más “atornillados” a nuestra vida que el sentimiento de envidia.

Y sin embargo, la libertad es, al fin y al cabo, lo único digno de ser envidiado. Paradójicamente, la envidia nos hunde en la miseria emocional.

Envidiamos la creatividad de los otros cuando nos enfrentamos a nuestra falta de creatividad. Pero en un círculo vicioso, la envidia nos condena al lugar de envidiosos.

El camino que nos libera es el que nos permite tomar de los otros aquello que sí se puede dar, recibir y compartir: las buenas ideas. Por eso el recurso para procesar la envidia es la voluntad de aprender de aquel que tiene lo que nos falta.

Otras veces nos preocupa más la envidia ajena que la propia, y nos preguntamos cómo protegernos de los ataques de nuestros colegas o compañeros de trabajo. Claro que hay envidiosos incurables que sufren de esa tortura emocional y no es fácil liberarnos de la pesada carga que representan para nosotros. Sin embargo, cuando estamos dispuestos a compartir nuestros conocimientos, trucos y recetas, nos suele sorprender la gratitud y el afecto que recibimos a cambio. La relación se destraba, aparecen el humor y las pequeñas confesiones: “Siempre me pregunté cómo te las arreglabas para que las cosas te salieran así”, “Ahora entiendo cómo te alcanza el tiempo para todo”, “Nunca me atreví a preguntarte, pero ¿me podrías decir dónde comprás esa ropa?”

Si el alivio para la propia envidia es aprender de los otros, el antídoto para la envidia ajena no es otro que enseñar.

La confianza en las personas y en las ideas alimenta la red humana, en tanto que la desconfianza origina un estado de alerta y temor, y lleva al funcionamiento lineal como defensa.

Pero siempre hay alguno que advierte acerca de los riesgos del exceso de confianza. Y sin embargo, cuando evaluamos los costos de la desconfianza, descubrimos que suele ser más peligroso desconfiar que confiar.

¿Será lícito hablar de amor y odio cuando nos referimos a una organización? El psiquiatra inglés Wilfred Bion, experto en trabajar con grupos humanos, se refería al odio como un ataque al pensamiento y a los vínculos. Y al amor como la capacidad de pensar creativamente y de establecer relaciones entre las personas. En una empresa hablamos de odio cuando las redes están fragmentadas, y de amor cuando las redes están en funcionamiento.

El odio poda la red, es siempre depredador. El amor restablece la circulación entre las ideas y mejora las relaciones. Es creatividad, vitalidad, productividad, logros, crecimiento sostenible.

Todos estos elementos tejen y amplían la red, enriquecen nuestras  relaciones y aportan elementos novedosos y enriquecedores, no solo a nuestra vida laboral, sino a nuestra vida cotidiana y a nuestro sentimiento de Ser.