Y nos sorprendió la pandemia. Miedo por nosotros, por nuestra familia y amigos. Espanto de pensar en el contagio. Horror de saber e imaginar las víctimas. Angustia por la humanidad. Realidad, responsabilidad, prevención. Ayudarnos y ayudar, cada uno desde su lugar, con sus herramientas y recursos. Asustados, preocupados.

Intentos individuales de aislamiento hasta que se impuso el confinamiento obligatorio. Imposible imaginar cómo lo íbamos a transitar. Dónde, con quién, con qué.

Primeros días vértigo, desconcierto, qué necesito, qué me falta. La vivencia del refugio que cada día se parece más a una prisión. Bajón, un poco más de alcohol, quizá tranquilizantes. También exagerar con la comida o mirar series compulsivamente. La receta de cada uno para lidiar con la angustia. Juntos y solos. O solos y punto. Pero al rato comienza la eterna historia de nosotros, los humanos. 

El humor. Circulan los chistes por las redes, nos reímos de nuestras ocurrencias, tropiezos, actitudes absurdas. 

La ternura. Cosas que pasan con los chicos y los grandes, cosas que sentimos por los que están al lado o por los que extrañamos.

¡Y el ingenio! Esa forma espontánea de la creatividad que aparece ante la escasez de recursos, de espacio, de tiempo. Y también en el encierro, en la falta de poder salir a la calle. 

Cientos de pequeñas historias cotidianas.

La parejita joven que quedó separada y se extrañan demasiado. Decidieron dormir juntos. Cada uno pone su celular sobre su almohada, charlan hasta dormirse y se despiertan lado a lado a la mañana.

La mamá de noventa y cuatro años aislada con la señora que la cuida. Y el hijo que le enseña a usar el Zoom y le cuenta que se van a ver esa tarde en la pantalla. Enciende y la ve. Elegante, peinada, maquillada, con aros y collar. Evocando a la ilustre diva de los almuerzos en honor a la visita virtual del hijo.

Y los amigos con nietos que piden ayuda urgente para que les envíes cuentos para niños porque se les acaba el repertorio y se comprometieron a contarles uno por noche a través de WhatsApp.

Un grupo de estudiantes de música componen temas en conjunto, cada uno desde su casa y con su instrumento.

Y las fiestas virtuales bailando juntos los mismos temas. Y los cumpleaños familiares o con amigos, brindando a través de cualquier app social disponible, mientras uno, quizá a solas, sopla su velita. Hay invitados que viven a cien metros y otros a diez mil kilómetros, todos igual de cerca. O igual de lejos, como quieran decirlo.

Varios son los que cocinan, expertos o novatos. Recuperan y comparten recetas de la mamá o de la abuela. ¡Y algunos hasta amasan! Otros piden tips, consejos y muestran la foto de sus éxitos y fracasos.

El seductor eterno que necesita salir cada noche y contar sus hazañas a los amigos, hoy confiesa haberse quedado sólo en su departamento y descubrir lo tranquilo que se sintió. Nos cuenta que es un alivio disfrutar de un sofá y un libro. Nos hace gracia y ternura que no se dé cuenta cuánto esfuerzo le cuesta sostener el rol de supermacho.

Cada uno va probando su método para mantener la salud mental. Según lo que estoy viviendo personalmente y las personas a las que leo o escucho, en el confinamiento lo que mejor funciona es intercalar cada día una dosis de actividad física, otra de trabajo manual, alguna actividad intelectual, comunicarse con otros, ayudar a alguien más.

Pero cada uno irá haciendo lo que pueda. No somos todos iguales y cada día uno agrega o descarta opciones. Porque no le sirvieron, porque se aburrió, porque se le ocurrió o le aconsejaron una nueva. Con un poco de ganas, en algunas cosas hasta entusiasmo, en cualquier orden y sin obligarse a cumplir todo cada vez.

El atardecer suele ser el peor momento. Se viene la noche y con ella los miedos. Una copa de vino no viene mal pero, además, lo mejor es la música y quizá bailar para elevar las endorfinas y protegerse del bajón.

Y tratar de armarse una rutina. Ratos de sol, ojalá haya un rinconcito soleado, ratos de pantalla trabajando, ordenar, leer tweets y WhatsApp. La rutina y los rituales de cada uno nos centran, nos contienen, y nos recuerdan quienes somos, lo que nos gusta y lo que necesitamos.

La impotencia ante las limitaciones que nos impone este confinamiento nos enfrentan a nuestras propias limitaciones. Y un ejercicio interesante es revisarlas. Allí nos damos cuenta que la mayor parte de las actividades sociales y laborales que realizamos habitualmente las hacemos con tres o cuatro herramientas, siempre las mismas.

¿Y ahora? Ante la necesidad aparecen potencialidades ocultas, acalladas, desvalorizadas por prejuicio. “Nunca me imaginé que iba a… que era capaz de…”. Pueden llenar el espacio con lo que se les ocurra.

Ante la necesidad de definir lo que realmente falta se revisan las necesidades genuinas y las que son sólo descartables. Escuché decir en tono de broma que la economía va a colapsar porque sólo estamos consumiendo lo indispensable.

¿Y mi casa? Ya no es más un refugio al que llego agotado cada noche. Tampoco es una prolija escenografía para traer invitados a cenar. Igual que nosotros, la casa se transformó en un espacio multipropósito. Se van ambientando rinconcitos para trabajar solo cada uno, para organizar y desinfectar las compras, cocinar, mirar una serie, leer. Mezcla rara de lugar de coworking, parque de diversiones, mercado persa y taller. También, en algunos casos, estudio de cine para grabar videitos que se suben a las redes.

Cada día pasa volando, pero los días se hacen eternos.

Se resuelven temas atrasados y se postergan cosas que había que hacer.

Se recuperan vínculos y no hablamos tanto con los que lo hacíamos todos los días. 

Y cada vez más se planifica el futuro, a pesar de la incertidumbre, a pesar del miedo, a pesar de todo intentamos mantenernos activos, sanos y productivos preparados para lo que venga: seguir confinados o volver al mundo.