Años de prejuicios y la ilusión de controlar la realidad nos han hecho desconfiar de lo inesperado, de donde creemos que llegan las más inquietantes amenazas. Pero, si bien es cierto que a veces de lo imprevisto aparecen riesgos y hasta catástrofes, el vivir en estado de alerta permanente nos puede privar de reconocer una oportunidad.

En el reverso del miedo a lo incierto, viven los ilusos e imprudentes, que dilapidan recursos con la esperanza de que alguna timba los pueda salvar. Insisten, a pesar de que cada vez la realidad les demuestra que el valor de la suerte no se limita a las improbables chances de ganar en el casino o en el juego.

La novedad es que ahora los científicos de muy diversas disciplinas, entre ellas la economía, nos enseñan que el azar tiene una presencia significativa en cada una de las actividades humanas, ya que no es posible controlar todas las variables de un mundo multideterminado.

Las certezas se han volatilizado y hoy se habla de un escenario incierto, complejo y ambiguo. Quizá no estábamos más seguros antes, pero creíamos estarlo. El mundo era más lineal, las estructuras más rígidas y formales, y el modelo determinista de pensamiento hacía que creyéramos posible domesticar las variables a través de la lógica, la sensatez y la razón.

En este nuevo contexto comenzamos a prestar atención a cierto tipo de personas que reconocemos como afortunados. Gente que encuentra sin buscar. Privilegiados a los que la suerte les sonríe. No porque no hayan tenido problemas ni hayan sufrido dolores o tristezas, sino porque se recuperan de los fracasos con su esfuerzo y resiliencia, pero también porque la vida les ofrece siempre nuevas oportunidades.

Son a la vez inquietos y pacientes. No dejan de lado sus objetivos, pero amplían su campo de percepción, atentos a la oportunidad. Expertos en el juego dinámico de enfocar y desenfocar, miran de cerca y de lejos, en un contrapunto entre alerta y relajación.

Van por el mundo con curiosidad, en una atención flotante, en la que no miran sólo con los ojos. Intuyen, perciben tendencias, descubren el misterio que se encuentra entre las personas y las cosas. Ven conexiones donde nadie las ve. Encuentran tesoros en lo cotidiano. Detectan talentos y recursos donde nadie imagina.

La mirada envidiosa de algunos los espía de reojo intentando adivinar qué los hace tan afortunados.

El secreto es que son amigos de lo aleatorio, acogen la diversidad de las ideas y las personas sin prejuicios ni preconceptos. Encuentran más proyectos originales y más gente interesante. ¿O será que reconocen lo original y lo interesante donde otros no lo ven?

Con frecuencia tienen éxito. A veces con un crecimiento exponencial e inesperado. Otras con logros no siempre resonantes, pero con un bienestar material con más sentido y alegría. Son los que no necesitan reflectores porque brillan con su propia luz.

Talento, trabajo, esfuerzo y compromiso son condiciones esenciales para lograr estos objetivos. Pero estamos comenzando a intuir que saber andar por el mundo dejando que la casualidad nos sorprenda, que juegue a nuestro favor, activando coincidencias y sincronicidades, no es simplemente una actitud optimista. Es más bien una comprensión lúcida de que el exceso de control sobre la realidad no va a evitar que lo aleatorio nos desestabilice, pero nos privará de los potenciales beneficios del encuentro con las oportunidades.

Y cuando lo bueno sucede, nos sentimos seguros y fuertes. La confianza en nosotros mismos crece, pero a la vez comenzamos a creer en que el mundo, los otros, la suerte, jugarán a nuestro favor. Así confianza en uno mismo y confianza en el ambiente nos acompañan y desde ese lugar, nosotros también nos sentimos parte del universo de los afortunados.